En el siglo cuarto antes de nuestra era, durante el periodo denominado helenístico, comenzó a librarse una batalla que duró cientos de años. En un principio, las únicas armas utilizadas por los contendientes fueron los conceptos. De un lado estaban Platón y los suyos, los idealistas, y del otro los que podríamos definir como sensistas, un grupo bastante heterogéneo en el que se encontraban, entre otros, los cínicos, los materialistas y los hedonistas.
La situación social durante aquel periodo era lamentable. Tras la invasión de los macedonios, toda Grecia tuvo que enfrentarse a la unificación política bajo los designios de un solo señor; Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno. El concepto de ciudad estado independiente y libre quedó destruido. El ánimo de los griegos, privados de la política, uno de sus pasatiempos preferidos, se perdió en una suerte de “parada de fermentación” que mantuvo a los hombres en vilo.
El poderoso cuerpo ideológico platónico sostenía que la realidad accesible a los sentidos no era más que una excrecencia, un accidente, una burda imitación de la verdadera realidad de la que el ser humano solo percibía sombras y que permanecía oculta en un mundo ideal e inaccesible. Platón definía los placeres como “chapoteos en la finitud” y convertía la vida en un engaño y el cuerpo en una prisión. Ante esta cosmovisión, no son de extrañar preguntas como aquella que se hizo Eduard Punset de ¿pero hay vida antes de la muerte?
Fue entonces cuando desembarcaron con fuerza las denominadas, no sin cierto desprecio, “filosofías morales”. Consideradas como escuelas menores, trataron de liberar al hombre del abatimiento al que se le había sometido. Aquellos filósofos fueron médicos de su tiempo, pues el alma del hombre estaba enferma y necesitaba tratamiento. Se multiplicaron los escépticos, los cínicos y los estoicos, que fueron pesimistas y se resignaron renunciando a la lucha, aun reconociendo la gravedad de los males que afectaban a los hombres. Los hedonistas, sin embargo, enfocaron una nueva y brillante luz hacia las sombras para disiparlas definitivamente.
El hedonismo, del griego hedoné -placer- y el sufijo ismo – tendencia a-, expuso ante el mundo helenístico una concepción de la realidad cargada de sensatez que intentó hacer de este mundo algo mejor. Gracias a sus asertos, sus seguidores pudieron romper las cadenas que durante mucho tiempo los mantuvieron genuflexos contemplando las sombras de la caverna platónica. Convenció a los hombres de que esta realidad no es una expiación y que el cuerpo es el yo y no una prisión. Cuestionó con vehemencia la realidad trascendente pura. Definió la vida como una circunstancia y no una condena, liberando con ello al ser humano de la culpa, y marcó como objetivo primordial el placer con el fin de alcanzar la felicidad.
Hoy conocemos dos escuelas hedonistas: epicúreos y cirenaicos. De la escuela cirenaica, fundada por Arístipo de Cirene (435 a.C-350 a.C), ha llegado muy poco hasta nuestros días. Sabemos que de ella derivó Hegesías en un pesimismo extremista que se tornó suicida. Sabemos también que cirenaicos posteriores degradaron las enseñanzas originales hasta convertirlas en una excusa para la vida excesiva e indolente. La cirenaica fue, en resumen, la precursora de la epicúrea; una especie de proto-hedonismo. Nosotros nos centraremos en Epicuro de Samos (341 a.C.-270 a.C.) porque es más lo que de él ha llegado a nuestro tiempo.
Para Epicuro, el destino último del hombre era la felicidad. Para alcanzar la felicidad compuso su filosofía con el fin de gestionar el deseo. Sí, lo que han leído, el deseo había que gestionarlo bien porque “nada es suficiente cuando lo suficiente es poco”. Decía Spinoza (1632-1677) que “la esencia misma del hombre es el deseo”, algo previo a la misma condición humana. Según Epicuro, el deseo no debía satisfacerse sin más puesto que podía llegar a destruir al hombre porque, por ejemplo, “lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura infinita” o “elemento fundamental para la propia salvación es la vigilancia frente a los vicios que mancillan todo por culpa de unos punzantes deseos”. Para ello, clasificó los deseos según el siguiente baremo:
- Naturales y necesarios. Por ejemplo, comer y beber.
- Naturales y no necesarios, que debían ser gestionados. Por ejemplo: comer judiones, cordero asado y beber buen vino tinto.
- Ni naturales ni necesarios, de los que había que prescindir. Por ejemplo: que una felatriz practique su arte con nosotros mientras comemos cordero en el restaurante más caro del mundo y nos bebemos un “grand cru” de antigua añada y desorbitado precio.
Así pues: “Ni las bebidas ni las juergas continuas ni tampoco los placeres de adolescentes y mujeres ni los del pescado y restantes manjares que presenta una mesa suntuosa es lo que origina una vida gozosa, sino un sobrio razonamiento que, por un lado, investiga los motivos de toda elección y rechazo y, por otro, descarta las suposiciones por culpa de las cuales se apodera de las almas una confusión de muy bastas proporciones” ((Epístola de Epicuro a Meneceo)). Viene aquí a colación la definición que Chamfort (1741-1794) hizo de la ética: “Gozar y hacer gozar sin hacer daño a los demás ni a uno mismo”.
Como toda buena filosofía, la de Epicuro se cimentó en una epistemología sólida cargada de lógica y conocimiento sensible. Huyó de la subjetividad idealista, haciéndola ridícula incluso, con un objetivismo descriptivo de la realidad perfectamente accesible al raciocinio. Tomó de la teoría del átomo de Demócrito los fundamentos para ello y consiguió simplificar el mundo y el universo para que el ser humano pudiera comprenderlo. Dotó así al hombre del conocimiento necesario para alcanzar lo que él llamaba la “imperturbabilidad”, una serenidad necesaria como requisito previo para lanzarse al camino hacia la felicidad, esto es, el conocimiento de las cosas como vía para la felicidad.
Tras dotarse de conocimiento, el perseguidor de la felicidad a través del gozo debía eliminar el miedo del alma humana. Epicuro trivializó la muerte: “no tiene nada que ver con nosotros pues el ser, una vez disuelto, es insensible y la condición insensible no tiene nada que ver con nosotros” y también a los dioses, que atormentaban a los mortales, entendiéndolos como seres imperturbables y absolutamente felices, que no podían padecer las cuitas y preocupaciones que se les atribuían y, por tanto, no eran de temer. También eliminó la gran preocupación de la sociedad griega por la política afirmando, por ejemplo, que “hay que liberarse de la cárcel de la rutina y de la política”.
Si ha llegado usted hasta aquí, hasta el final de esta introducción, lo primero que debo decirle es que le agradezco profundamente que haya soportado este texto hasta ese extremo. Lo segundo que debo hacer es escuchar la casi segura pregunta que se estará haciendo en este momento: ¿Pero qué demonios tiene esto que ver con el vino? Aquí es donde le debo pedir paciencia, pues lo que voy a intentar es dotar a la enoarquía de un cuerpo ideológico que desarrollaré –que intentaré desarrollar- en otras dos entradas que, prometo, serán más breves.
Hasta entonces, salud y buen vino.
Continuación: El hedonismo (II): Vencedores y vencidos
Y la 3cera patita???
:p
Estamos trabajando en la tercera y última parte Alejandra. Esperamos publicarla antes de o durante el verano. Con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, claro; porque tiempo es lo que más nos falta… así no se puede ser un auténtico hedonista.
Gracias por leernos.
[…] la Enoarquía, bebemos vino por puro hedonismo. No solemos ponernos muy tiquismiquis, solo si probamos algo nuevo y esperado o nos dejamos los […]