– En manos de la distribución: I Parte– Desde el profundo cambio que supuso para el mundo del vino, la utilización de los portainjertos (pies/raíces americanas sobre los que injertar vitis vinifera), como solución para sobrevivir a la filoxera, a finales del siglo XIX, tan sólo se han dado dos revoluciones más: ambas en la segunda mitad del pasado siglo. La del acero y la del viñedo. Ahora, en la Enoarquía, nos atrevemos a aventurar una tercera. Lo que no es poco teniendo en cuenta los cientos y cientos de años transcurridos sin que se produjera modificación reseñable alguna.
“Breve” recordatorio de las dos revoluciones previas
La revolución de acero, también podríamos haberla denominado la del enólogo. Con cada vez mayor presencia en el ámbito universitario, la enología se convirtió en los años 60 en una formación indispensable para trabajar en una bodega. Los recién licenciados, en cierta medida, mostraban un interés general por romper con el pasado y por poner en valor los conocimientos adquiridos. A la par surgieron una serie de avances tecnológicos de suma relevancia, cuyo mayor exponente se reflejaba, nunca mejor dicho, en el acero bruñido de los depósitos de fermentación y, por añadidura, el incuestionable cambio en la higiene de las bodegas y el control de temperatura. Por unos años dio la sensación de que poco importaba la materia prima, siempre que se contase con un buen enólogo y la tecnología apropiada para revertir cualquier situación negativa.
Esta revolución también llegó al campo, no se crea, amigo lector. En ese afán tan nuestro de querer domeñar la naturaleza a toda costa. Entre otras pretensiones se quiso, y hasta se logró, restar importancia a las añadas. Nuevos sistemas de plantación, nuevos trabajos en la viña, etc. permitieron, especialmente en el Nuevo Mundo, poder repetir el mismo vino año tras año, sin que se notara casi la influencia de la climatología.
Pero poco a poco una máxima comenzó a ganar adeptos, sin una buena materia prima resultaba imposible obtener un gran vino. Y una nueva revolución surgió, esta vez enfocada en transmitir el terruño, en devolver el viñedo al primer plano, por lo que hacía allí se encaminaron los esfuerzos. La moneda había girado y ahora mostraba su otra cara. Si en un principio se hacía lo mínimo en el viñedo y toda la dedicación estaba en la bodega, se pasaba a justo lo contrario, todo el trabajo en la viña y el mínimo intervencionismo en bodega.
A finales de los 80 la biodinámica empezó como una curiosidad que, con el paso del tiempo, acabaría por convertirse en el leitmotiv sobre el que girarán algunos de los más reputados elaboradores (Domaine Leroy, Domaine Leflaive, M. Chapoutier, etc.), de ahí a convertirse en argumento de venta hubo un paso. Lo ecológico, lo “natural” primaba por encima de espurios intereses económicos, tela.
Ambas revoluciones trajeron muchos avances positivos, sin duda. Sería cuestionable si, a día de hoy, se elaboran los mejores vinos que nunca se hayan creado, lo que sí que parece menos aventurado es aseverar que nunca los vinos actuales fueron, en general, tan correctos. A la gran mayoría no se les puede poner tacha alguna.
Esto, hace años, quizá pudiera ser sinónimo de ventas, pero ahora… Sería como pretender que saber inglés fuese garantía de encontrar trabajo. Cientos de marcas, de características similares luchando por hacerse un hueco, no parece un escenario tranquilo.
En manos de la distribución
¡Y hasta qué punto! Según Nielsen, en su informe 2011, a través de los canales HORECA y distribución alimentaria se comercializaron dos terceras partes del vino en España.
El problema con la gran distribución surgió, cuando el foco de atención dejó de estar en la bodega y en sus marcas, para pasar a estas grandes superficies de la distribución, capaces de demandar cualquier cosa si las bodegas pretenden que sus productos tengan un hueco en su lineal. Hasta el punto de obligarlas a venderles su vino, bajo la propia enseña de la distribuidora. El productor no sólo dejó de ser relevante, además perdió su marca.
Llegamos al fin de este post y ya es hora de que hablemos de ese tercio que, según los informes de Nielsen, escapa un poco al férreo control de la distribución y nos hace creer en una nueva revolución.
Con mayor motivo, cuando son los productores (viticultores) quienes sufren la presión de los precios a la baja, al ser ellos el origen de la cadena de valor. Una situación que suele llevar aparejada una tensión en sus costes, muchas veces imposibles de soportar para muchos de ellos. Si no tuviéramos en cuenta el sector, la solución podría pasar por alcanzar una mayor dimensión, que permitiese incrementar la inversión en I+D o la deslocalización de la producción, algo poco factible en el mundo del vino, y sólo posible para productores (en este caso bodegas), de entre las más grandes, con viñedos repartidos por la geografía española e incluso allende los mares.
En cualquier caso, y tal como se mostraba en el artículo «La redefinición de la industria de la alimentación y su distribución ante el nuevo consumidor», publicado en la revista Consumo Valor (Nº 1/2011), la solución pasaría por «la construcción de canales de llegada al consumidor alternativos a los actuales», esos mismos canales que vienen a suponer una tercera parte del total de vino comercializado en España, es decir, la venta directa, la venta a través del enoturismo, los clubes de clientes, etc y en los que basamos nuestro pronóstico de una nueva revolución.
Si continuamos con la cadena de valor, el fabricante (bodegas) se ve abocado, de un tiempo a esta parte, al dualismo imperante: elegir un modelo de negocio bajo la marca del distribuidor o apostar por su propia marca. Fueron muchos los que vieron en la marca blanca la solución para dar salida a sus excedentes, pero ellos mismos se quitaron cuota de mercado y el resultado fue su fagocitación. La marca propia obliga a la innovación y, a nuestro modo de ver, a una clara apuesta por la calidad y la diferenciación, especialmente en un mundo cada vez más globalizado y con un producto que empieza a ser considerado «replicable», en su concepto más industrial, por parte de un consumidor cada vez más preocupado por el precio.
La distribución se ha basado y aún sigue basándose en muchos casos en el modelo de «reinos medievales» donde la presencia geográfica es muestra de las tierras conquistadas, con el beneplácito de las administraciones públicas, deseosas de dar amparo a estas empresas en cuanto a su capacidad de generar empleo y riqueza.
Estos tres eslabones de la cadena de valor (productor, bodega, y distribución), quizá sean claramente parte de una cadena pero, para el cliente final puede que no quede tan claro el valor que cada uno de ellos le aporta.
Las revoluciones anteriores nos han permitido obtener unos grandes vinos, gracias a un gran trabajo realizado en el campo y en la bodega, ahora se necesita de una nueva revolución que nos permita atraer al consumidor. Se pasó de un modelo en el que la bodega se miraba al ombligo, pensando que sus vinos se vendían solos, a otro en el que las distribuidoras consideraron que los vinos se vendían sólo si estaban a la venta en el lugar adecuado. Pero el consumo de vino sigue bajando, ¡es hora de hacer algo distinto!
A nuestro entender, el consumidor deberá volver a ser el centro de atención y la distribución deberá ser parte integrante de la cadena de valor, nada más, o dejar de ser (venta directa). Los productores tienen que retomar un mayor contacto con los consumidores de sus productos.
La solución pasa por los canales cortos de comercialización, no olvidemos que el comercio electrónico fue el único canal de venta que creció (un 16,3%), según el informe sobre el comercio electrónico en España del primer semestre de 2012.
Quienes quieran vender vino como producto industrial, como un commodity, podrán seguir como hasta ahora. Pero para aquellos que crean que el vino es mucho, muchísimo más, ya es hora de que comiencen a vender experiencias.
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