Tras muchos preparativos y cuadraturas de calendario, se celebró al fin el XVII Cónclave del Clan Tabernario, grupo de seres casi humanos que, con el vino como excusa, se reúne el mayor número posible de veces al año. Fue al fin y fue en Cuenca, patria colgante de nuestra apreciada redactora Verónica, que nos acogió en su hogar con la amabilidad de los anfitriones incautos.
El que suscribe llegó tarde, el último, con cansancio acumulado y evitando de milagro pasarse, por culpa de un despiste y debido a la distancia entre el coche-bar y el equipaje, la estación del Ave de Cuenca, de nombre Fernando Zóbel. En tan sólo 160 kilómetros, nos movimos de los benevolentes diez grados de la capital del imperio a los cero grados conquenses que, a medida que el taxi iba adentrándose en el páramo que separaba la ciudad de la moderna estación de alta velocidad, coqueteaban con inquietantes valores negativos.
Viernes
A las afueras de Cuenca, nos esperaba la primera y dura prueba: Siete vinos, nueve personas hambrientas y sedientas y gran cantidad de contundentes delicias conquenses. En la arena, saludaron para morir los vinos de Alto Landón, Bodegas y Viñedos Ponce, Bodegas y Viñedos Uribes Madero, Finca Sandoval y la Cooperativa Purísima Concepción.
Los contendientes líquidos de la bodega Alto Landón, probablemente gracias a los algo más de mil metros de altitud de sus viñedos, lograron que su Chardonnay resultara fresco y agradable, de trago largo, aunque de poca intensidad y persistencia, mientras que su malbec, L´ame, se exhibió como un vino muy correcto y con personalidad, de buena acidez y longitud.
De Bodegas y Viñedos Ponce, el desafiante blanco, Reto, de la casi desconocida uva albillo de Manchuela, se ganó al respetable con su finura y sus sorprendentes y elegantes aromas especiados, quedando en la tercera posición de nuestro particular podio. El tinto de bobal, La Casilla Estrecha, se situó en la segunda posición con su estilo de vino “bio”, de marcada mineralidad y suaves taninos.
El Pago Calzadilla, de Uribes Madero, saltó a la arena con su vino de nombre más sonoro y desafiante, Gran Calzadilla, de tempranillo (70%) y cabernet (30%), que se defendió con madera -quizá demasiada- concentración y mucha madurez. Complejidad y largo recorrido fueron, al final, sus mejores armas. El peso de la lujosa botella era descomunal.
El Signo, de Finca Sandoval, garnacha de Manchuela, fue el más fino y directo, el más elegante, armonioso, redondo y sabroso, que se alzó con la primera posición en nuestra hedónica cata.
Tras los vinos, no rugieron los leones pero sí los estómagos y, para calmar la ira bulliciosa de los jugos gástricos, viandas en abundancia dignas de reyes visigodos: zarajos, morteruelo, revuelto de huevos de corral y boletus, carpaccio de boletus, quesos de la Huz: Manchego D.O. Villamayor de Santiago, queso Medina curado al romero y, de postre y gracias al arte de doña Silvana Martorell, orgullosa hermana de nuestra anfitriona, una maravillosa tarta casera de 3 chocolates, que maridó a la perfección con el rico y ligero Teatinos Moscatel.
Y nos dieron las tres y las cuatro, y nos dispusimos a descansar porque, en unas pocas horas, había que madrugar para visitar… ¡una bodega! ¡Insospechado!
Sábado
Nos sorprendió la mañana -¿ya es de día?-, por supuesto bajo cero, con el sol oculto, como asustado, iluminando escasamente las calles con luz mortecina y deprimente. Saludamos al nuevo día con un insulto, como procede cuando se duerme poco y mal, engullimos unos litros de café y nos subimos a los coches. Destino: Bodegas y Viñedos Ponce, en Villanueva de la Jara, a ochenta kilómetros de nuestro conquense cuartel general.
Llegamos sin incidentes y con los cuerpos aguantando dignamente. Nos recibieron Juan Antonio Ponce padre y su hijo menor, Javier, como si nos conocieran de toda la vida, cubriendo con mucho saber estar y hospitalidad la ausencia del líder de la bodega, Juan Antonio Ponce hijo (conocido familiarmente como «El Crío”), que se encontraba muy lejos, en Nueva York.
Conocimos la sencilla y humilde bodega, de autenticidad manchega, y probamos DePaula, un sorprendente monastrell de Jumilla, que de entrada no parece monastrell, La Casilla, una maravillosa chuchería de frutalidad desbocada, Pino, fragante y salvaje y, en primicia y directamente de barrica, el que será el Clos Lojén rosado, suave y de aires navarros, destinado principalmente a exportación. Después de la bodega, teníamos que conocer el auténtico origen de los vinos, el viñedo, su lugar de nacimiento.
Por el accidentado camino de tierra y piedra, ya en el término municipal de Iniesta, descubrimos las insospechadas capacidades todo-terreno de un Volkswagen Golf y un Ford S-Max. Tras los lógicos restregones y momentos de tensión -dios bendiga a nuestros sufridos conductores-, hicimos parada frente al viñedo de pie franco, que da origen al vino PF, y después caminamos por La Casilla, probando algunas de las uvas que no habían sido vendimiadas, mientras Juan Antonio iba explicando con detalle el duro quehacer diario en el viñedo.
Con el “refrior” y el simpático viento atacando a la poca integridad física restante de quien escribe estas líneas, me alejé unos instantes del grupo, caminando cuesta arriba hacia La Casilla, y allí, al contemplar el paisaje mustio y el horizonte infinito, tuve una epifanía -lo que los griegos llamaban metanoia- y no pude más que recordar la Canción a las Ruinas de Itálica y recitar, en voz baja, aquello de:
Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Se me pasó rápido.
¡Comida, comida! gritaban nuestras tripas. Para silenciar el desagradable coro del apetito, nos recomendaron el restaurante Esmeralda, en Iniesta, y allí nos dirigimos con los Ponce. Por el camino, recogimos a la madre del clan, Maribel, una mujer extrovertida y simpática, que fue la alegría de la mesa.
El Esmeralda fue toda una sorpresa que su campechana decoración no permitía presagiar. Disfrutamos como enanos de una exquisita ensalada de marisco, un excelente calamar a la plancha, alucinantes huevos rotos, espléndido lomo de orza, cortado finito y con el adobo típico de Cuenca, bacalao, chuletillas de lechal, secreto ibérico y entrecot de Urugay. Regamos el asunto con el vino PF de, como no, los Ponce, que nos sedujo con sus toques de “after eight” y fondo mineral, y repetimos con el jumillano DePaula y el blanco Reto. Los momentos más sublimes llegaron con los suculentos postres caseros: mousse de galleta, mousse de avellana con turrón y mousse de tres chocolates ¡Casi manteamos al autor de esos pecados!
Las despedidas no tienen porqué ser tristes. Nosotros nos despedimos de los Ponce con una sonrisa y la promesa del regreso, con gratos recuerdos y para siempre agradecidos por la cercanía, la hospitalidad y la simpatía de una familia que deja huella.
De nuevo en la carretera, camino de la cama -el mejor camino- para dormir un rato o, más bien, morir un poquito.
Tras la dura resurrección tocaba reunión. Durante unas horas, los miembros de la Enoarquía nos dedicamos a aburrir a las ovejas, hasta que el reloj volvió a marcar las tres de la mañana, la que, al parecer, es la maldita hora de irse a la cama en Cuenca.
Domingo
El rostro cadavérico reflejado en el espejo era el mío, sí. Me miraba con una media sonrisa, infectada de malignidad, que conocía a la perfección. “Estás hecho polvo, pero te jodes porque ¡esto es Cuenca!”, decía el gesto. Otra vez la luz mortecina del amanecer conquense, salpicado por la nevada que empezaba a caer. Otra vez los insultos a la nada y el mal humor mañanero. Otra vez el estómago quejumbroso…
Ya era hora de conocer Cuenca, ciudad de la que hasta el momento sólo habíamos visto el Brico King y el acogedor hogar de Verónica la anfitriona. Tras desayunar mucho y ser informados del parte de bajas -los cónclaves son duros-, nos dirigimos hacia la Plaza Mayor. Con el cansancio y el maltrato acumulados, la pronunciada subida de la calle de Alfonso VIII se transformó en una etapa dolomítica del Giro de Italia, en la que la veloz Patricia se hizo con los puntos del puerto de montaña. Una vez restablecido el resuello, nos recreamos en las vistas de la ciudad que, con el aporte de la nevada, que se iba intensificando, resultaban espectaculares.
Llamó nuestra atención una pequeña tienda cercana a la Plaza Mayor, La Alacena 2001, cuyo escaparate, rebosante de quesos artesanales, nos hizo salivar. Salimos de allí con unos quesos curados en manteca realmente espectaculares.
Empezaba a atacar la sed y, para aplacarla, nos tomamos unos vinos en el coqueto restaurante El Secreto, desde el que se puede disfrutar del sensacional e inverosímil paisaje de Los Rascacielos de San Martín.
A la hora de comer ya se habían recuperado las bajas. Fue como esos partes médicos del F.C. Barcelona, que anuncian una catastrófica lesión de varios meses y al final los jugadores se recuperan “milagrosamente” en unos pocos días. Teníamos una gran mesa reservada -parecíamos los restos de una boda albano-kosovar- en el restaurante Recreo Peral, situado en un entorno idílico a orillas del río Júcar. Buena y abundante materia prima, buena cocina y buenos precios. Ensalada de tomate, croquetas caseras de pichón y foie, atún marinado en soja, crujiente de manitas de cerdo, arroz caldoso con bogavante, merluza a la espalda, una pantagruélica hamburguesa de buey rellena de foie y lomos de buey a la parrilla, todo ello acompañado por otra botella de PF y una de Pruno, de la Ribera del Duero, que salió mal parado en el enfrentamiento con el bobal de pie franco de la Manchuela.
Tras la excesiva ingesta, tocaba pasear para rebajar la hinchazón. Ya sin nieve y con el sol manifestándose tímidamente, una vueltecita por el maravilloso Paseo del Júcar nos regaló bucólicas estampas del río y las Casas Colgadas. Llegaba el momento de regresar a Madrid y, antes de despedirnos, Verónica nos sorprendió con un formidable regalo final: una bolsa para cada uno, con una botella de Realce, un excelente tinto de bobal de la Unión Campesina Iniestense, otra botella de misterioso resolí casero, zarajos y morteruelo. Las despedidas, así, son muy llevaderas ¡Gracias Verónica!
No es casualidad que siempre todo terminase a las tres de la mañana ¡esa es la hora del lobo! y tal como nos narraba Ingmar Bergman: «La hora del lobo es el momento entre la noche y la aurora, cuando más gente muere y se producen más nacimientos, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos».
Escrito esto, tan sólo añadir que fue un verdadero placer ¡Mil gracias por compartirlo!
Envidia cochina me dais, tabernarios!
Menuda excursión.
Esas son las que a mí me gustan; inmolación a comer y beber.
Por cierto, todos los productos de esa bendita tierra, exquisitos.
A ver si voy de una vez.
Muchas gracias Carlos por contar el primer finde de la Enoarquia (fuori muri) con tu particular estilo y buen humor. Echando la vista atrás, fue un gran fin de semana. Como decimos en Cuenca pasamos muchísimo frío, pero no sed ni hambre.
Ha pasado un añito del Cuénlave. Hay que repetir escapada. ¿Para cuándo, dónde?