De ferias de vino, feriantes y asistentes

By 14 junio, 2013Desván

Basado en hechos reales.

Llego pronto. He abandonado la oficina como alma que lleva el diablo y me he dado demasiada prisa; todavía no hay nadie. Entrego la invitación y me dan una especie de cuaderno de cata -eso pone- y una copa Riedel que, según los inmensos carteles publicitarios, es el nuevo modelo Vitis. Como nota absurda, relleno un cuestionario para Mercedes Benz.

El gran y lujoso salón está un tanto desangelado. Es mala hora y los bodegueros también tienen derecho a comer pero, al fondo, hay algunos sentados en sus mesas. Aquel que mira, hastiado, al techo, parece… Peter Sisseck. Me acerco, sigiloso y un tanto amedrentado. Me mira, me sonríe, me da las buenas tardes y, sin más, me ofrece Flor de Pingus. A su espalda hay varias botellas de Pingus sin abrir. Ese no estaba en la lista de cata, pienso, imaginando que abre una para mí.

El vino es un brebaje áspero y poco agradable. Mis gestos parecen dejar clara mi sensación -mentalmente, me insulto a mí mismo y recuerdo que Peynaud decía que un catador nunca debe gesticular-, pero Sisseck sonríe condescendiente y me indica que está recién embotellado y además acaba de sufrir el transporte. Le doy otra oportunidad y aparece una madera poco integrada todavía pero… hay algo por ahí que me hace intuir que puede merecer la pena con un poco de tiempo. Sisseck me mira e intento pensar en algo ingenioso que decir. “Interesante”, es lo único que consigo balbucear.

Haciendo gala de mi torpeza social, intento iniciar una conversación. Me impresiona la cantidad de estupideces que llego a decir: Que si llovió mucho en la añada; que si el barco aquel que se hundió con media producción de Pingus lo llevaba el capitán del Costa Concordia… Me da la impresión de que Sisseck no sabe si encerrarse en el baño o darme una botella entera para que me la beba y me calle. Consigo cerrar la boca, doy las gracias y abandono la mesa del danés sintiendo que la estupidez me está dominando.

Siguiente mesa, siguiente vino: complejo, mineral, pizarroso, perfectamente estructurado, madera suave y maravillosa, equilibrio y elegancia… René Barbier fija su mirada en mí -no hay nadie más en la mesa- esperando algún comentario. Debo reconstruir y verbalizar mis sensaciones, hacerle saber que su vino impresiona. El señor Barbier es como un Papá Pitufo afable que espera una palabra de aliento. Abro levemente los labios y susurro:

“Está muy güeno. Gracias”

De nuevo, abandono la mesa con la sensación de ser completamente imbécil.

Al fin, reparo en el cuaderno de cata y soy consciente de que quiero probar al menos veinte vinos. Una vez más me planteo el dilema: ¿Tragar o escupir? Me pregunto si Michael Douglas tuvo la misma duda antes de enfermar. Creo que, como siempre, tragaré. Soy incapaz de escupir el vino delante de su creador. Además, la mayoría de las veces me lo echo encima y termino con un aspecto lamentable. La cantidad de vino que se ingiere es poca y mi hígado suele funcionar bastante bien. Nunca salgo tocado de una feria, o eso quiero pensar.

La sala empieza a llenarse. Van apareciendo las diferentes especies humanoides que visitan habitualmente las ferias de vino. Inmediatamente, llama mi atención una grácil figura que se mueve con agilidad de mesa en mesa. Le sigo y observo sus movimientos. Su forma de catar el vino es un muestrario de florilegios muy calculados. Me recuerda al personaje interpretado por Vincent Price en Historias de Terror: Fortunato Luchresi. El personaje inspira intensamente, con los ojos cerrados, se lleva el vino a la boca con velocidad, mueve los carrillos, las cejas, los pezones, todo el cuerpo; escupe el vino describiendo un ángulo de proporción áurea y, con la velocidad verbal de Danny Kaye, espeta a la cara del bodeguero una nota de cata plagada de puyazos. Es The Master Taster y siempre lo será. El bodeguero pone los ojos en blanco -su cuerpo físico está allí pero su cuerpo astral está muy, muy lejos-, le dice que puede ser, que la añada ha sido difícil, pero Master Taster ya ha saltado como una jodida gacela Thompson y está muy lejos, moviendo su copa con elegancia.

Yo voy por el décimo vino probado y ya estoy empezando a notar fatiga. Hace mucho calor y eso no ayuda. Me golpea de repente un poderoso perfume que me hace mirar sorprendido el fondo de mi copa, como si el frasco se hubiera caído allí. El olor precede y sucede a una señora con abrigo de visón, izada sobre unos tacones inverosímiles, oculta tras varios kilos de maquillaje y la operación estética estándar, tipo Latoya Jackson. Bravo, señora, nadie podrá oler el vino si no está al menos a cinco metros de usted. Latoya prueba un vino y dice que está fuerte, el bodeguero ha desaparecido de la mesa y ha dejado a una simpática y hermosa azafata -rubia- que sonríe y, mostrando una dentadura soberbia, contesta: “bueno, jaja, yo no tengo ni idea”.

Dos ancianos buscan algo de comer y, a falta de un verbo mejor, aterrizan sobre la silla de un bodeguero que, atónito ante la usurpación, decide irse a la mesa de enfrente a charlar con sus colegas. Las copas de los ancianos están extrañamente llenas casi a rebosar y se han hecho con una fuente de picos de pan que devoran con la mirada perdida.

Cuatro muchachos muy jóvenes llevan la misma camiseta color burdeos. Tiene un logotipo muy trabajado y pone algo de “nosequédevino.com”. Se mueven como los peces pequeños en el acuario del restaurante chino. Movimientos rápidos, idénticos e histéricos. Quizá piensan que el que se separe del grupo será ultrajado por Latoya Jackson, que ha vuelto a pasar dejando estela y está perdiendo capas de maquillaje por el sudor. Me recuerda a la película Los crímenes del museo de cera.

Empieza a ser difícil acercarse a la persona que sirve los vinos en cada mesa. Tres hombres de mediana edad y traje impecable se han hecho fuertes en la de Vega Sicilia, que ha traído un muestrario imponente, y no dejan de pedir una y otra vez. Consigo a duras penas acceder, llueven codazos por el camino, y solicitar una muestra de un vino que me niegan mientras se lo sirven a un señor que está a mi lado. Me ofrecen otro que, faltaría más, acepto y pruebo, porque a estas alturas lo de catar ya es absurdo. La persona que me sirve me dice que “envine” y yo, cansado, observo que mi copa no puede estar más envinada después de tres horas.

La feria está entrando en ese punto insoportable que siempre me hace abandonar y echar a correr. Es imposible ser consciente del momento exacto, pero siempre hay un instante en el que una feria de vinos se transforma y muta en un gigantesco bar con matices de frenopático, donde la gente sólo quiere beber todo lo que pueda porque, o es gratis, o es barato.

Taster Master pasa a mi lado con el gesto descompuesto. Parece que la gacela se ha encontrado con un guepardo. Es normal que, antes o después, alguien no se trague las impertinencias y reaccione mal.

Sigo intentando catar algo, pero a estas alturas ya todo me huele a mantequilla y a bicho. Repaso mentalmente: diacetilo, acetoína, pentanodiona, Brettanomyces, y empiezo a divagar: Vagginomices Zetta Jones… Vuelve a mi mente, sin saber porqué, el incauto Michael Douglas. Creo que mi nervio trigeminal ha preferido subir a una habitación del hotel con Latoya.

Ya quiero irme y empiezo a pensar lo de siempre: es la última feria que visito. Prefiero ir a catas con grupos reducidos y algún experto que la dirija y comente los vinos. Sentado, tranquilo, con tiempo, espacio y un lugar donde apoyar el cuaderno para tomar notas y, si se tercia, hacer preguntas no demasiado estúpidas. En realidad, sé que asistiré a todas las ferias que pueda. Son como el Gran Atractor, arrastrando enófilos en una región de millones de años luz.

Ya no aguanto más. Salgo a la calle y respiro aliviado. Hace fresco y es una sensación maravillosa. A lo lejos, un luminoso de Mahou clásica me guía como la estrella de Belén guió a aquellos tres señores hacia su destino hace mucho, mucho tiempo.

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