Tradición, cultura, terruño… y ciencia y tecnología

By 13 septiembre, 2013Desván, Enodidáctica

Durante la denominada edad contemporánea, la humanidad sufrió un buen número de transformaciones dramáticas. Una de esas transformaciones fue debida al desarrollo fulgurante de la ciencia y el método científico, que sacudieron los cimientos de ingenua complacencia en los que se apoyaba la sociedad occidental.

La idea de que existía la posibilidad de averiguar aspectos verificables de la naturaleza, mediante la observación colectiva y la experimentación, era tan poderosa y conmovedora que cambió el mundo. La humanidad dispuso de una extraordinaria herramienta que le otorgó facultades para descubrir pedazos de la realidad mediante la experimentación, de forma que fuera reproducible y verificable por cualquier persona o laboratorio del planeta. Ese cambio radical permitió desterrar el ininteligible concepto de la alquimia y sus supuestos secretos.

Cuando los físicos creyeron poder explicar todos los fenómenos universales gracias, esencialmente, a Newton, el padre de la física clásica, aparecieron una serie de problemas, como el extraño comportamiento de la luz o el extravagante movimiento de los electrones. Por pura honestidad intelectual, los científicos comenzaron a indagar sobre los nuevos desafíos que la naturaleza ofrecía, y fueron conscientes de que los conceptos básicos en los que descansaba la física del siglo XIX eran, simplemente, incorrectos. La física, y después -de nuevo- el mundo, sufrió un cambio estructural inmenso.

De izquierda a derecha: Einstein, Planck, Bohr y Heisenberg.

Gracias a un titán intelectual de la talla de Einstein y a una colección de mentes también extraordinariamente brillantes como las de Planck, Bohr, Heisenberg y Schrödinger, entre otros, surgieron nuevos conceptos tan poderosos y extraños, que permitieron a la humanidad comprender aspectos que hasta entonces se pensaba que permanecerían ocultos para siempre, fuera del alcance del intelecto. Gracias a aquellas inteligencias prodigiosas, la humanidad comenzó a ser capaz de desvelar cuestiones relacionadas con el origen del universo mismo.

Y la ciencia llegó al vino.

Durante los seis o siete mil años de historia conocida de la vinificación, el vino permaneció en el más absoluto empirismo pre-científico, desarrollándose en Sumeria, el Imperio Hitita, Canaán, Israel, Babilonia, Fenicia, Asiria, Egipto, Grecia, Roma y, siglos más tarde, en Europa, por los monjes medievales, impulsado por la realeza y la nobleza, los burgueses y la revolución comercial de los imperios marítimos.

El orbe vitivinícola experimentó severas transformaciones sobre todo a partir del siglo XVIII, en lo que el profesor francés Henri Enjalbert denominó “el advenimiento de la calidad”. En Francia comenzaron a seleccionarse los pagos más privilegiados para el cultivo de la vid, procurando la selección de las cepas nobles que mejor se adaptaba a cada terruño. Comenzó la reducción de los rendimientos y la búsqueda de la calidad de la materia prima por encima de la cantidad. Se perfeccionó el arte de la vinificación y empezó la experimentación con la crianza. La investigación empírica permitió la especialización en la elaboración de vinos especiales, como los espumosos en Champagne o los generosos en Jerez que, gracias al vidrio inglés y el corcho español, pudieron ofrecerse con alguna garantía a los mercados internacionales.

A pesar de los titubeantes progresos, la falta de conocimiento y técnicas apropiadas propició que muchos de aquellos vinos llegaran a menudo viciados a los mercados, padeciendo infinitas deficiencias debidas a tortuosas fermentaciones, oxidaciones incontroladas, picaduras acéticas y quiebras de todo tipo por la falta de higiene.

 El gran Louis Pasteur.

Si en el campo de la física fue Einstein quien inició la revolución, en el del vino fue el sabio francés Louis Pasteur el hombre que propició la creación de la ciencia enológica moderna.

Gay-Lussac estableció las bases de la fermentación alcohólica mediante la ecuación básica de transformación de azúcares en alcohol, pero fue Pasteur quien demostró el papel fundamental de las levaduras, profundizando en su acción y dejando claro que era un proceso “vitalista” y no mecanicista, y demostrando que podía -y debía- controlarse siguiendo un método razonable. Estudió también los microorganismos que provocaban los defectos, enfermedades y quiebras y demostró la importancia del oxígeno en la crianza y evolución de los vinos.

Pasteur desentrañó el misterio de la fermentación.

Las fecundas técnicas de Pasteur permitieron a los bodegueros elaborar vinos perfeccionados, siguiendo métodos rigurosos de higiene y calidad. Sin embargo, los avances se vieron truncados por el ataque de nuevos enemigos llegados del otro lado del océano: el oídio, el mildiu y el enemigo más terrible, la filoxera, que estuvieron a punto de suprimir la vid del mapa de Europa. Estos nuevos enemigos obligaron a viticultores y enólogos de casi todo el planeta a empezar de nuevo. Desapareció la vieja viticultura feliz, en la que las vides podían multiplicarse por acodo y era posible esperar hasta el momento de la madurez perfecta sin temor a enfermedades criptogámicas. Aquellas cepas que disfrutaban de un estado sanitario perfecto, que vivían esplendorosas durante ochenta o noventa años, desaparecieron para siempre.

La reconstrucción del viñedo fue posible gracias a la investigación científica. La vid sigue cultivándose en la actualidad por avances como la clasificación, selección y mejora de portainjertos, clones resistentes libres de virus, fungicidas de contacto y sistémicos, etc.

Tras el restablecimiento de la vid, el mundo del vino sufrió una nueva revolución, esta vez negativa, ya que los viticultores arruinados se vieron obligados a perseguir una rentabilidad veloz. Se buscaron mayores rendimientos y se implantaron las variedades más productivas en aquellos injertos que, aunque salvadores, tenían un lado oscuro. Los nuevos portainjertos cargaban regalos envenenados en forma de enfermedades virales desconocidas (enrollado, entrenudo corto…) y acortaban la vida fértil de la planta.

Los impagables descubrimientos de Pasteur se utilizaron sin pudor como bálsamo de Fierabrás enológico. Correcciones de acidez desproporcionadas, tratamientos excesivos con anhídrido sulfuroso y antifermentos y adición de ácido sórbico y conservantes, entre otras prácticas excesivas y de dudosa reputación.

Superado el obligado reinicio, el mundo de la viticultura y la enología necesitaba una nueva revolución. Dicha revolución, que podríamos denominar “de la autenticidad”, fue encabezada por los grandes productores, que disponían de medios económicos y técnicos para buscar el nuevo paradigma.

Agallas en hoja provocadas por la terrible filoxera

 Ribereau-Gayon y Peynaud.

Sin duda la colaboración entre el ingeniero químico Jean Ribereau-Gayon y su gran alumno, el enólogo Émile Peynaud, fue la más fructífera de la historia en lo que a la moderna enología se refiere. Ambos se centraron en los problemas a los que se enfrentaban los viticultores y bodegueros en el día a día, sirviendo de guía para todos ellos en la consecución del mejor vino posible.

Sus aportaciones fueron tan numerosas como vitales para la mejora de calidad de los vinos en general: la recolección rápida de la uva en un estado de total madurez -y con ello un notable descenso en la acidez- dos semanas después de lo que hasta entonces era habitual, la fermentación por separado de diferentes lotes de uva procedentes de distintas parcelas y la selección de la materia prima de la máxima calidad, eliminando las uvas poco maduras y las que presentaban podredumbre. En el interior de las bodegas se instauró el control de la temperatura de fermentación y la de la bodega misma, la crianza en barricas limpias, incluso nuevas, y la eliminación de los viejos toneles que a menudo se convertían en terribles vectores de infección microbiana, el control fundamental de la fermentación maloláctica y el desarrollo de nuevos métodos avanzados para la estabilización del vino.

Nació por fin el vino moderno, el que conocemos hoy en día. Totalmente estable, perfectamente embotellado y capaz de realizar largos viajes sin sufrir nuevas fermentaciones o quiebras de ningún tipo, manteniendo prácticamente inalteradas sus cualidades originales. Vinos de mayor o menor calidad, más o menos intervenidos, pero exentos de cualquier riesgo sanitario y de defectos importantes que pudieran hacerlo imbebible.

Como el mismo Peynaud decía, la calidad del vino pertenece al ámbito de la enología y, con ello, al de la ciencia. Por ello, recurrimos a uno de sus grandes libros, que ha alcanzado significancia casi bíblica, El gusto del vino, y reproducimos un pequeño párrafo que sirve de forma ejemplar para ilustrar a la perfección la intención de este divagante artículo:

 A veces se dice que el vino ya no se hace como antes, como lo hacían nuestros abuelos, y se echa de menos; sin embargo, conviene tener en cuenta que el vino de nuestros abuelos ya no nos gustaría, como tampoco nos gustarían las condiciones de vida de aquella época.

 Del vino ultra-tecnológico al regreso a la tradición.

La ciencia enológica cuenta en la actualidad con herramientas como levaduras seleccionadas, enzimas, nutrientes, diversos ácidos, bacterias lácticas, taninos en polvo, virutas de roble, dosificadores de oxígeno, clarificantes, estabilizantes, antioxidantes, filtros tangenciales y sistemas de microfiltración, membranas de ósmosis inversa y de intercambio catiónico, etc. Vivimos en la era de la producción y el equipamiento industrial, y hemos de ser conscientes de que se trata de una situación irreversible.

De izquierda a derecha: Pasteur, Ribereau-Gayon y Peynaud

Durante los últimos veinte años, aproximadamente, hemos sufrido lo que podríamos llamar la tercera revolución, la de los excesos tecnológicos, que ha llevado a numerosos elaboradores a ignorar aspectos básicos y tradicionales del quehacer en el viñedo, llegando a pensarse que todo el trabajo estaba en la bodega, en manos de los enólogos y sus capacidades consideradas erróneamente mágicas. Durante esta etapa hemos sido testigos de la aparición de los vinos de la sobre-maduración, la sobre-extracción y sobre-maceración, y los excesos de la crianza en roble nuevo. Las “bombas frutales” y los “vinos mermelada”, que algunos elaboraron específicamente para agradar a ciertos críticos especializados, creando así vinos de “sesión de cata”, coparon los mercados de alta gama y recibieron elevadas puntuaciones en la mayoría de revistas del sector, y ya sabemos que la prensa especializada mueve y, a menudo, zarandea las opiniones y gustos de los aficionados a su antojo. Recurrimos de nuevo al gran Émile Peynaud que, con gran y envidiable sinteticidad, explicaba su opinión acerca de estas modas.

 La modernización de la vinificación no tendría que constituir un peligro si se somete a nuestra tradición de respeto por el vino.

Y aquí, apreciado lector, es donde queremos llegar en este eterno artículo. Aunque es evidente que nunca ha habido ni tanta cantidad ni tanta calidad de vino, resulta paradójico que los aficionados, muy influidos por la prensa especializada, hastiados de modernidad y tecnología enológica, busquen y ansíen la viticultura tradicional y la enología artesanal, obviando que son muy pocos los elaboradores que disponen de grandes terruños y viñedos de cepas apropiadas para elaborar vinos decentes con la menor intervención posible.

Todo elaborador desea hacer el mejor vino posible con la materia prima de la que dispone. Lo que el vino será, está comprimido, codificado, en cada grano de uva. Nadie, y debemos repetirlo hasta la saciedad, nadie, podrá hacer el mejor vino sin disponer de las mejores uvas. Se puede establecer una analogía con el mundo cinematográfico, ya que no hay mal guión que un director pueda transformar en una gran película, por muchos grandes actores que contrate y artificios estilísticos que utilice. Sin embargo, un buen guión, al igual que una gran cosecha del mejor terruño, siempre es susceptible de ser arruinado. Lo que queremos explicarle, estimado lector, es que no se debe temer a la ciencia aplicada al vino. No se debe despreciar la intervención enológica que corrige un mosto y encamina su futuro hasta la consecución de un vino sin defectos.

En numerosas ocasiones hemos sido testigos de cómo, al descubrirse los métodos concretos con los que se elaboraba un vino de cierto prestigio, tachados por la prensa especializada de demasiado intervencionistas o, llegando el límite de la opinión airada, como adulteración, aficionados que disfrutaban de aquel vino han sufrido una violenta transformación y han rechazado el vino como si fuera una creación del mismísimo Victor Frankenstein, haciendo buena la famosa sentencia lapidaria de Benjamin Franklin: “La admiración es hija de la ignorancia”.

El terruño; la obsesión

Y es que las bodegas tienen la culpa de que haya personas que se lleven las manos a la cabeza al descubrir los “infames” tratamientos a los que se ha sometido el vino. Todos los elaboradores, sin excepción, dibujan una estampa idílica de tradición y respeto absoluto por la naturaleza, haciendo creer a casi todos sus potenciales clientes que el producto final no es más que zumo de uva fermentado, sin apenas intervención humana, en artesanales y tradicionales bodegas, en las que vírgenes vestales embotellan el vino mientras los dioses del panteón greco-romano esperan ansiosos el momento de verter en sus copas el glorioso elixir que ha brotado de la sagrada tierra.

La prensa especializada actual se ha posicionado claramente, prefiriendo y perdonando vinos con ligeros defectos pero “con terruño”, que hablan y dicen de dónde proceden, estigmatizando la innovación e investigación de bodegas que sólo pretenden hacer lo mejor que pueden con lo que sus viñedos les ofrecen. La moda actual, o la moda de siempre, que va y viene pero nunca se olvida, es la de los vinos que “expresan” su terroir o terruño, su lugar de origen, pero ¿qué es un vino de terruño? Ese será el tema de la segunda parte de este artículo que, lo sabemos, se ha alargado demasiado.

Como tantas otras veces en las que nos excedemos en la longitud de nuestros escritos, le rogamos paciencia y le damos infinitas gracias por aguantarnos.

 

2 Comentarios

  • Soy sommelier y doy clases de enologìa en un instituto y en la facultad de ciencias de la alimentaciòn. Este tipo de artìculos donde aparece la foto de Peynaud , Pasteur y Ribereau -Gayon, nos sirve par apoyar nuestras clases. Les agradezco el artìculo , y los aliento a que sigan brindandonos mas informaciòn. De parte de mis alumnos y mias , los saludo con mucho gusto.

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