El Paisaje, tímido, vacilante, se cubre con un espeso manto de niebla. Se esconde, se oculta, frío e impenetrable ante nuestros ojos, como la oscura noche que nos recibió a nuestra llegada. Ceguera negra aquella, blanca esta otra, la nada llena de todo.
Ahora, de día, el Sol remolonea, le cuesta desperezarse. Por dentro de nuestra habitación una pesada cortina de negro fieltro cubre parte de la ventana. Por fuera, una liviana cortina blanquecina y etérea cubre la parte restante de la abertura, tapiz níveo tan sólo salpicado por el negro plumaje de los cuervos, motas que, de igual modo, salpican también el silencio que nos envuelve con sus graznidos. Negro, blanco, ¿de qué color es el sonido?
Van pasando las horas, va entrando la mañana. Pero no levanta, no consigue desentumecerse el día. El Sol, timorato, no se atreve a desnudar al Paisaje de su gasa blanca ¿De qué se avergüenza tanta belleza?
Pasa el tiempo, llega el mediodía y el Sol, desde lo alto, no puede evitar que sus rayos rasguen las vestiduras con las que se cubría el campo. Desnudez rebosante de colores.
Viñas pardas despojadas de vuestro fruto, dormid. Para mí seguís siendo bellas. Admiro vuestra alineada inmovilidad en la cíclica danza del tiempo. Cromáticos contrastes castellanos; del verde de los árboles, a los cultivos de secano, y las vides que ya sueñan con los verdores de mayo, con sus pequeñas flores blancas en verano y con volver a encontrarse, tal como hoy, marrones y cansadas, tras otro milagroso año.
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¡Y tanto! Menos mal que los buenos vinos calientan el cuerpo y reconfortan el alma.
Además desde el ventanal de la habitación, el frío es tan sólo un epíteto del invierno.